lunes, 16 de mayo de 2011

EL ARRIADOR DE MONTAÑAS

El rebaño de montañas nos seguía a mí y a los perros pastores. Los cerros se desplazaban haciendo crecer plantas con ubres de vaca. Yo iba cabalgando sobre el monte más alto. Desde allí miraba moverse al rebaño montañoso como si fuera un ejército de gusanos gigantes.
Una medianoche soñé que las alturas me aprisionaban entre dos piedras enormes que avanzaban. Pero eso no sucede. Las cumbres son mansas como las ovejas, tienen algún cariño especial hacia nosotros. Lo peligroso es cuando se produce alguna pelea entre ellas. Mi hermano Carlos estuvo cerca de morir en esos colosales combates.
Cuando estamos por llegar a alguna ciudad, detengo la marcha, conduzco pedazos de cordilleras hacia el océano. Vamos formando islas que se desplazan hacia el punto cardinal que yo elijo. Los peñascos se entretienen formando con sus rocas figuras de familiares queridos, construyen grandes paisajes en los que impregnan mi semblante de niño.
En la noche nos detenemos en algún lugar. Las montañas parecen dormir, tener sueños que desconozco. Pero cuando llega el amanecer despiertan. Algunas gimen, otras bostezan. Espero que hayan tenido un sueño manso como los que tienen siempre. Como los que yo tengo cuando duermo sobre ellas.

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